Ficción (o casi) Revista El Abasto 301, julio 2025 San Cristóbal

La maldición del mirador del ahorcado

Una historia de celos, lluvia y muerte de San Cristóbal

En las noches de tormenta, Buenos Aires no duerme: murmura como en sueños. Las veredas cuentan viejas historias, hay una que siempre vuelve con la lluvia.
Dicen que si mirás hacia el mirador de la casona de Entre Ríos al 1081, podés verlo: Yo lo vi una vez. su cuerpo colgado como un péndulo muerto, balanceándose entre la culpa y el viento. Pero sus ojos… sus ojos te siguen. Nunca más volví a pasar.
Cada día de lluvia, algo en mí también cuelga de ese maldito alambre.
En 1922, el arquitecto italiano Virginio Colombo construyó una imponente casona de tres pisos en pleno barrio de San Cristóbal. La casa fue encargada por un empresario vasco de apellido Anda. Por eso, los viejos del barrio aún la llaman “la Casa Anda”.
Cuatro años después, en 1926, se mudaron a la planta alta una familia de inmigrantes italianos, los Rocatagliatta: Luiggi, su esposa Glorietta, y los mellizos Emmanuel y Vittorio, de 17 años. En la planta baja vivía un matrimonio húngaro —Ernest y Dolores— junto a su hija, Celina Amparo, una joven de belleza inexplicable, de esas que alteran el ritmo del corazón y el destino de los hombres.
Las familias se volvieron inseparables. Pero algo oscuro germinaba entre esos vínculos. Los mellizos se enamoraron de Celina, y los celos se colaron por cada rendija de la casa.

La noche del 17 de mayo de 1927 llovía con furia. El viento azotaba los postigos como si quisiera arrancar el alma del edificio. Según la historia —o lo que queda de ella—, Vittorio escuchó a Emmanuel murmurar el nombre “Celina” en sueños. Y eso fue suficiente.
Los gritos comenzaron pasadas las dos de la mañana. Nadie intervino. Nadie pensó que terminaría en muerte. La pelea fue brutal, sorda, íntima. Una lucha entre hermanos que compartieron todo… incluso el amor.
Vittorio, enceguecido, tomó un cinto y ahorcó a su hermano mientras éste dormía. Dicen que lloró. Dicen que pidió perdón. Dicen que no aguantó más de una hora con el peso de su crimen. Subió al mirador, ató un alambre de tender la ropa… y se colgó.
A la mañana siguiente, Luiggi subió y los encontró a los dos. El corazón no le aguantó. Cayó muerto ahí mismo. Glorietta, la madre, encontró primero a Emmanuel. Luego vio a Vittorio colgando, moviéndose al ritmo del viento. Intentó tirarse desde el balcón, pero un médico la detuvo.
Dicen que después de eso se volvió loca. Que hablaba sola por los pasillos. Que dormía abrazada a dos camisas manchadas. Murió sola, unos años después, sin salir nunca más de la casa.

¿Y Celina? Nadie supo bien qué pasó. Algunos dicen que ella fue la culpable. Que manipulaba a los mellizos. Que se reía en secreto de sus peleas. Que aquella noche sabía lo que iba a pasar.
Otros creen que fue una víctima más.
Lo cierto es que al poco tiempo se casó con Pedro Posse, un carnicero mujeriego que vivía en la parte de abajo. Se fueron a Brasil y no se supo más de ellos. Tal vez se llevaron el secreto a la tumba.
Dicen que las almas que no encuentran consuelo siguen buscando testigos.
Que hay historias que no se cierran, porque fueron escritas con sangre, celos y silencios. La vieja casona continua vacía, nunca más pudo ser habitada.
Cada vez que llueve sobre San Cristóbal, algún curioso levanta la vista y ve lo que no quiere ver.
¿Será sólo una sombra? ¿Un truco del agua y del viento?
¿O acaso el amor —cuando se tuerce— deja marcas que ni el tiempo ni la muerte pueden borrar?
No lo sé.
Pero si alguna vez pasás por Entre Ríos al 1081 una noche de tormenta..por las dudas, no mires hacia arriba.

Charly Murúa

Ilustración: Martín Nicolás

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