Había apenas finalizado la merienda.
Adela, ansiosa, se había limitado a tomar esa taza de té lavado y, como cada tarde desde hacía tres semanas, había guardado en uno de los amplios bolsillos de su batón las tres vainillas que le correspondían. Aprovechando que Gumersinda, otra de las residentes, se había quedado dormida en su silla de ruedas olvidándose de la bandeja de la merienda, deslizó su mano y se adueñó de las galletitas que terminaron en el otro bolsillo del batón. Luego, ayudándose con el bastón, atravesó el comedor esquivando trabajosamente esas enclenques sillas de plástico donde varias mujeres dormitaban atontadas con la boca abierta y sonoros ronquidos. Superados los obstáculos se dirigió al jardín.
Eran los primeros días del otoño y la temperatura era todavía cálida. Con la intención de que los huéspedes tomaran algo de ese sol que la mayoría del tiempo les estaba vedado, la puerta que comunicaba con el “patio de las palmeras” estaba abierta. Desde hacía tres semanas Adela se sentaba en el patio – ese que una artística reja de hierro separaba de la vereda de la calle Alsina- con la excusa de respirar el aire agradable de la tarde y observar las palmeras del jardín de la vieja casona que ahora habitaba y que intuía casi centenaria como ella misma. Y esperaba.
Desde el otro lado de la reja la gente pasaba a grandes zancadas, ajetreada e indiferente, cargando las bolsas de la compra, hablando por los celulares o simplemente paseando esos perros chiquitos y de un blanco espumoso que se caracterizan por esos molestísimos y agudos ladridos que parecen perforar los tímpanos de los simples mortales. Curiosamente nadie nunca la miraba. La reja de hierro, que muy pocas veces se abría, constituía una verdadera barrera que separaba dos mundos antagónicos que apenas se rozaban. Durante mucho tiempo Adela se había sentido dentro de una pecera olvidada que alguien había descartado durante una mudanza y en el interior de la cual se agazapaba taciturno un único e insignificante pez moribundo. Sin embargo algo había cambiado desde hacía tres semanas: a la larga abulia inicial en la cual había caído al arribar al hogar y que arrastraba a tantas de sus compañeras a una ensoñación irrefrenable que las protegía de la alienante realidad, Adela, como el ave fénix, había logrado resurgir de sus propias cenizas y construirse una simple y diaria razón que la colmaba de esperanza. Y esa razón se materializaba todos los días por la tarde cuando Adela con su perfume a lavanda y con sus bolsillos llenos de vainillas, se sentaba en esas incómodas sillas de jardín y esperaba.
De hecho allí estaba nuevamente, ansiosa, cumpliendo su diario ritual.
Apenas escuchó el ruido que producían las deterioradas ruedas del improvisado “carro” sobre el asfalto de la calle, tomó su bastón y se acercó al portón.
-Hola Doña…-dijo un adolescente con el delgadísimo torso desnudo y sudado mientras dejaba el carro sobre el asfalto de la calle- ¿Cómo está hoy…?
-¡Hola querido! Todo bien, ¿ustedes tuvieron un buen día de trabajo…?-el joven se encogió de hombros poco entusiasta.
– Pero decime che –interrogó inmediatamente Adela mirando para todos lados- ¿viniste solo hoy…? ¿Dónde está Chico…?
-No, Doña, nunca vengo solo: lo que pasa es que Chico es un poco “flojo” para el trabajo y se quedó dormido…
En ese momento las decenas de cartones y botellas de plástico que inundaban el carro se abrieron misteriosamente como las mismas aguas del Mar Rojo y de las profundidades asomó la cabecita de un nene con la nariz llena de mocos que se refregaba los ojos somnolientos.
-¡Chico….!-gritó Adela mientras aplaudía con sus temblorosas manos detrás de la enorme puerta que nunca se abría.
– ¡Ahí estas Chico…! -luego, tomando con sus artríticos dedos las seis vainillas, exclamó:
– ¡Mirá lo que tengo para vos hoy! Sé que te gustan mucho las vainillas, ¿no son tus preferidas?
El adolescente alzó a Chico en brazos y lo acercó a la frontera de hierro. El niño extendió sus bracitos para tomar las galletitas.
-Una a la vez Chico, una a la vez… -dijo el hermano- Muchas gracias Doña…
-¿Sabés…? -dijo Adela con tono compungido detrás del portón que la limitaba:
-Si mañana pasan y no me ven no se preocupen…
– ¿Por qué Doña….? ¿Se va?
-No, no… Pasa que ahora ya se viene el otoño y los días fríos… y entonces acá- señaló con su dedo gordo hacia el enorme caserón- cierran la puerta que da al jardín para que no salgamos y no nos enfermemos… Hoy a la mañana escuché a la directora decir que desde mañana mismo la puerta queda cerrada con llave… – se encogió de hombros resignada:
– ¿Entendés…? Eso significa que hasta que no haga un poco más de calorcito tal vez no nos veamos…
Adela bajó los ojos desilusionados imaginando las interminables siestas, el tedio y los largos silencios que la esperaban con la llegada de los días fríos. El adolescente permaneció pensativo unos breves momentos y luego dijo:
-Doña, dígame, ¿dónde duerme usted?- ante la mirada de desconcierto de Adela, agregó:
– Todas esas ventanas son piezas ¿no? ¿Y cuál es la suya?
Adela señaló la última ventana del primer piso.
-¡Entonces ya está! -exclamó riendo:
– Escúcheme Doña: todos los días hacia esta hora Chico y yo vamos a pasar por acá, nos vamos a parar y mirar a su ventana y, si Usted está, la vamos a saludar con la mano… ¿Qué le parece?
-Pero… pero… -dijo Adela confundida mientras la esperanza se renovaba en su alma:
– Voy a estar ahí arriba y no voy a poder darles nada: ni una vainilla, ni una manzana…
– No importa Doña, si solo nos saluda, si solo nos ve, Chico y yo vamos a estar contentos…
– La anciana se dio la vuelta y observó la ventana de su propio cuarto en la cual le parecía ya distinguir la materialización de su propia sombra expectante que a partir del día siguiente montaría guardia todas las tardes detrás de las traslucidas cortinas.
– Bueno, bueno, disculpe Doña pero hay que seguir camino porque tenemos que encontrar un lugar calentito donde dormir… Y en estos tiempos con tanta gente que duerme en la calle no es fácil…-luego levantó a Chico en brazos y, pasando la cabecita del niño entre las rejas, dijo:
– Dale un beso a la Doña…
Entonces Adela simplemente acercó su arrugada mejilla a los labios infantiles llenos de migas de vainillas y, mientras se aferraba fuertemente al bastón con sus dos manos debido a la enorme emoción que la embotaba, recibió el más tierno de los besos a través de las rejas que, piadosas, permitieron una breve y fugaz fusión de los mundos que tan celosamente separaban.

Diego Yani
Del libro “Cuentos de los Arcanos” (Editorial Dunken), publicado con el permiso del autor.

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