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De expendedoras a tragamonedas


Caso, uno entre tantos: el pasajero pone monedas de 0,25. La máquina le exige algo más. El colectivero le explica, recalcando una paciencia improcedente porque proviene de otras monedas, que le faltan 5 centavos, ignorando el desconcierto del pasajero que aclara que puso un peso. El colectivero insiste. El pasajero aclara que cambió justo antes de subir y que por eso sabe que puso un peso; reclama la anulación.
      La máquina le devuelve dos monedas de 0,25. El pasajero, ofuscado, dice que puso un peso y que quiere las mismas monedas; el colectivero le aclara magisterialmente que la máquina devuelve lo que recibe, las mismas monedas, no otras… el pasajero, indignado, y carente de más monedas, pide para descender; ahí mismo, a mitad de cuadra, el colectivero le abre la puerta.
      Es mi turno: pongo 4 monedas de 0,25. Me devuelve 0,45. “Mi vuelto” y una moneda de 0,25. Le digo al colectivero: –ésta le pertenece al señor que se bajó indignado… –Ya lo sé, guárdesela para cuando le pase a usted, me contesta, tal vez con la sabiduría de la reiteración.
       Moraleja: la máquina de ese colectivo se tragó una moneda de 0,25 (al menos no apareció ni en la operación siguiente).
El pasajero perdió el viaje y dos monedas de 0,25.
      Casi una trivialidad en la danza de millones de subsidios para colectivos, de decenas de millones para algunas partidas presupuestarias, de miles de millones para las arcas del estado o de las transnacionales, de las millonadas que se vuelcan a coimisiones y servicios…
       Pero algo hay preocupante que sobrepasa el monto, los montos en juego: nuestra relación con las máquinas. En este caso, con la expendedora de boletos. El administrador de tales máquinas –en nuestro caso cotidiano, el colectivero– presenta el “testimonio” de la máquina como prueba de verdad, como garantía de justicia universal e inapelable.
      –Si lo dice la máquina, usted no tiene derecho a contradecirla, es decir usted es el que está equivocado.
      Por cierto que a menudo pasa así. El ojo humano y el error (humano) son casi hermanos, por lo menos vienen a menudo juntos. Pero ¿quién ha estupidizado tanto a los colectiveros para hacerles creer que tienen que hacernos creer que las máquinas no se equivocan nunca?
       La experiencia que ellos tienen de los errores humanos debe ser abrumadora. Pero, sin duda, deben conocer reiterados ejemplos de máquinas que han calculado algo mal, que se han quedado con un vuelto, como en el ejemplo con que arranco la nota. ¿Por qué diablos en cada discusión sobre estas tristes monedas, el colectivero siempre se pone de punta contra el humano y desprecia su testimonio y se ampara en la perfección maquínica?
      Perfección a todas luces inexistente.
      ¿Es tan difìcil abrir un compás de espera para ver si la expendedora, con atraso –como en este caso–, devuelve siquiera algo de lo pendiente, ahorrando pérdida de tiempo, dinero y adrenalina?
      Tal vez los colectiveros se guíen por economía psíquica. Porque si aceptan validar el testimonio humano, temen “una corrida” de truchadas. Lamentablemente factible a caballo en parte de la idiosincrasia local y en parte de la mishadura, también local.
     Pero es muy posible que lo haga, simple y estúpidamente, porque nos han enseñado a creer en las máquinas. Como si fueran perfectas. Despojándonos a nosotros mismos. De discernimiento.
     Y en este caso, también de monedas.

Luis Sabini
Bs. As. 13/9-2007


 
 



 

 

 

 

 

 

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