Pasteras
y empastamientos
“Los
problemas complejos tienen
soluciones erróneas
que son sencillas y fáciles
de comprender”.
Una de las leyes de Murphy.
El
conflicto entre los proyectos
y construcción de finalmente
la pastera de Botnia en Fray
Bentos y la Asamblea Ciudadana
Ambiental de Gualeguaychú
(ACAG) ha adquirido definitivamente
estatuto mediático,
es decir la primera plana
de los diarios y noticiarios
televisivos.
Como
siguiendo una ley de degradación
progresiva, a medida que más
se habla de la cuestión,
más parcializados los
análisis y más
simplificadas las soluciones.
El
tema en realidad es muy complejo
y una enumeración sin
duda incompleta nos obligaría
a considerar siquiera sumariamente
la relación entre empresas
primermundianas y la periferia
planetaria; la relación
entre un gobierno saliente
neoconservador y a la vez
neoliberal y un gobierno entrante
con un programa progresista
de corte socialdemócrata
(en el caso de Uruguay); la
relación entre un país
grande y uno chico; la relación
entre un movimiento vecinal
y las autoridades investidas
en ese mismo vecindario (ya
sea locales, provinciales
o nacionales), sobre todo
cuando la misma ha pasado
de un idilio aparentemente
sin fisuras a una diferencia
táctica que ninguna
de las partes quiere convertir
en conflicto; las razones
del rechazo a la fabricación
de pasta de papel que por
lo menos obligan a preguntarse
por qué, cuando tantos
otros emprendimientos –con
razones similares para el
rechazo– no lo han tenido;
análisis de los motivos,
presuntamente ambientales
a juzgar por el nombre del
agrupamiento vecinal que encabeza
la resistencia del conflicto;
la importancia de la “licencia
social” que los asamblearios
reclaman como derecho de los
pueblos y que acerca el protagonismo
de las decisiones a la gente
“común y corriente”,
la historia sucinta de la
aprobación de dichos
emprendimientos teniendo en
cuenta diversos aspectos,
como que se asienta en décadas
de plantaciones de monocultivos
en este caso en territorio
uruguayo (aunque sea bueno
tener en cuenta que tales
monocultivos arbóreos
se hallan en por lo menos
igual proporción en
territorios como el entrerriano
o el correntino), o como que
se trata de aguas compartidas.
Después
de esta retahíla, tenemos
que confesar que seguramente
hay todavía una enorme
cantidad de factores más
en juego. Pero vamos a prescindir
de su análisis porque
nos remitimos a una nota anterior,
que publicamos a mediados
del 2006 (donde tratamos buena
parte de los aspectos reseñados)
y nos vamos a concentrar,
en cambio, en algunos factores
que han ingresado al ruedo,
como por ejemplo el cambio
de miras o las precisiones
en las demandas de la ACAG,
que, podríamos decir,
han tomado dos rumbos a la
vez y diferenciados: por un
lado el reconocimiento de
la “contaminación
visual” y las implicancias
turísticas que ello
tiene (aunque ni se las mencione)
y por el otro una (saludable)
ecologización de la
demanda de los vecinos de
Gualeguaychú. Asimismo,
merecen una consideración
los acontecimientos más
recientes e igualmente la
incorporación de nuevas
voces a la cuestión,
algunas que se pretenden con
peso propio.
El
desplome de la idea de contaminación
acuática, por cuanto
el cauce principal del Uruguay
(como de cualquier río
en el planeta) se lleva aguas
abajo la contaminación
proveniente de una orilla
que no llega así, no
puede llegar, a la otra orilla
a su misma altura (aunque
sí alcanzará
a ambas orillas aguas abajo),
y la falta de certidumbre
del grado de contaminación
aérea (que nadie niega
pero que para los más
optimistas no llega a 72 horas
anuales y para los más
pesimistas, en cambio, abarcará
180 días al año),
le ha dado relevancia a “la
contaminación visual”.
Uno podría
considerar el rapto de pureza
paisajística en un
universo industrial como el
de nuestra civilización
actual como un gesto de esquizofrenia
aguda o de exquisitez utópica,
pero aun concediéndole
importancia al daño
que ocasione la vista y presencia
de chimeneas, el grado de
contaminación visual,
si no está sustentado
en contaminaciones más
materiales, del aire o del
agua, por ejemplo, no deja
de ser un factor de una llamativa
endeblez.
Y uno no puede
dejar de preguntarse cuál
es el sentido de la demanda.
Muy buena pregunta le hizo,
invirtiendo los roles, el
entrevistado Jaime Roos a
su entrevistador Lalo Mir:
¿la ACAG habría
tomado el mismo comportamiento
y la misma beligerancia si
la instalación de la/s
pastera/s hubiese/n tenido
lugar en territorio entrerriano?
Y ambos, afortunadamente uno
oriental el otro porteño,
acordaron en que no habría
habido el mismo revuelo.
Esa
sana superación de
la estrechez nacional no parece,
empero, ser atributo fácilmente
encontrable. No aparece, ciertamente,
en las disquisiciones de un
politólogo de pensamiento
matizado, pero que para el
affaire Botnia-Fray Bentos-Gualeguaychú
ha encontrado una clave sencilla,
de un facilismo intelectualmente
llamativo (por no decir llamativamente
intelectual). Sostiene el
argentinísimo José
Pablo Feinmann: Botnia destruye
el Mercosur. Y apostrofa sobre
lo que le conviene al Uruguay:
defender el Mercosur para
poder desarrollarse. Lástima
que JPF no se haya tomado
el trabajo de conocer un poco
“el paisito” (por
más viajado que esté
en visitas importantes y con
importantes): porque si algo
debiera quedar claro es que
el Mercosur, el mismo que
ha ayudado o le ha servido
a la Argentina y al Brasil
es el que para nada bueno
ha caído sobre Uruguay
(y nos imaginamos algo por
el estilo para Paraguay).
Las poquísimas industrias
que Uruguay podía poner
en circulación con
alguna “ventaja comparativa”
dentro del Mercosur, han sido
sistemáticamente bloqueadas;
pienso, por ejemplo, en la
láctea, la de neumáticos
o en la de bicicletas. No
sólo no se les ha permitido
nunca “invadir”
a sus “hermanos mayores”
sino que éstos, con
productos de menor calidad
han invadido en cambio, el
minúsculo mercado oriental.
¡Qué
triste es perorar desde una
situación particular
y privilegiada creyéndose
verdad revelada para todos,
no para esa misma particularidad
privilegiada!
Otra
observación, lamentablemente
de mucho mayor alcance, es
el grado de sumisión
ideológica, de rendición
incondicional de buena parte
de los partidos políticos
de izquierda, llámese
MST, PCA o PO ante las reivindicaciones
de la ACAG. Reivindicaciones
que harían agua a raudales
ante cualquiera de los valores
postulados tradicionalmente
por la izquierda: internacionalismo,
interconexión de las
problemáticas, anticapitalismo.
Para traducirlo a lenguaje
ecológico: si hay que
combatir las pasteras frente
Gualeguaychú es porque
también se combaten
las pasteras en cualquier
otra parte, del planeta y
al menos del estado en que
se desarrolla la acción.
Por eso he recibido tantas
veces la consulta de amigos
argentinos; ¿decíme,
en Argentina hay pasteras?
Y cuando le digo que sí,
que varias, que algunas son
por diseño mucho más
contaminantes que las proyectadas,
me miran como comprendiendo
el terreno minado que estamos
pisando.
Pero el activismo de la izquierda
partidaria mide la realidad
con un activómetro
o un movimientómetro:
le basta para rendirse de
admiración o envidia.
Significativamente,
mientras los rechazos a la
pastera de Botnia vinculados
con lo ambiental siguen en
el reino de lo hipotético,
algunos ni existen y otros
lógicamente no se han
podido verificar todavía,
aumenta lo que denominamos
la ecologización de
la ACAG. Durante un buen período,
en realidad hasta hace apenas
uno o dos meses, sus principales
integrantes insistían
un día sí, otro
también, que no eran
ecologistas ni lo querían
ser. Que podían incluso
respetar los planteos ecologistas,
pero que abarcaban una serie
de puntos (pensemos en el
desastre ambiental de la soja,
tan característico
en Entre Ríos o el
de la extracción de
minerales a cianuro para recoger
gramos de oro, por ejemplo,
contaminando toneladas de
agua, sólo concebibles
por empresas extrañas
al hábitat que van
a devastar), que ellos como
asambleístas vecinales
veían complejos, complicados,
inviables. Por eso sinceraban
su lucha y simplificaban su
demanda: sencillamente no
querían tener enfrente
a la/s pastera/s.
Esa actitud, así como
cierta connivencia entre sus
demandas y las de las autoridades
tanto provinciales como nacionales,
permitieron en su momento
homologar la lucha de la ACAG
con la tan mentada actitud
NIMBY, que ha prosperado en
el Primer Mundo. Not in my
backyard. No en el patio trasero
de mi casa. La actitud característica
de tanto vecino porteño
con los desechos domiciliarios
que prefiere verlos enterrados
bien lejos, entre bonaerenses.
La
actiud NIMBY no procura cambiar
nada, al contrario, casi casi
lo afirma, sólo que
sin hacerse cargo. Con lo
cual uno podía inferir
que los vecinos de Gualeguaychú
podían querer seguir
usando papel al mejor estilo
Primer Mundo, o nafta al estilo
American Way of Life, o soja
al estilo Monsanto, no modificar
en suma ni un ápice
comportamientos y valores
pero sin sufrir con el paisaje
de alguna pastera a la vista.
Tendríamos
que decir que es por lo menos
incongruente, para no entrar
en planos éticos, esto
de rechazar una manifestación
–la chimenea–
del sistema de producción,
consumo y contaminación
resultante que alegremente
se acepta.
Pero
por alguna razón que
aún no hemos desentrañado,
la situación, el eje
de las apuestas está
variando. La ACAG empieza
a hablar de los daños
ambientales producidos por
el capital transnacional,
allí en el codo del
río Uruguay, por supuesto,
pero también en los
Andes, en el Riachuelo y en
tantos, tantos otros sitios
de ésta no inmaculada,
precisamente, tierra.
Si
la ecologización de
la ACAG fuera puramente táctica,
si se tratase de una politización
que en lugar de asumirla como
avance de la conciencia se
concibiera como avance en
las alianzas, nos tememos
que su cometido tenga el vuelo
corto, pese al apoyo incondicional
de los grandes politizadores
por antonomasia, los partidos
“radicales” o
radicalizados de la izquierda,
nac & pop o pura y dura.
Pero
no tiene porque ser necesariamente
así. La experiencia
de lucha y resistencia que
de todos modos, y pese a las
facilidades de los poderes
establecidos, los vecinos
nucleados en la ACAG han tenido,
los puede estar politizando
y concienciando en serio.
Superando el triste regodeo
de algunos asamblearios que
se enorgullecen de contar
con el apoyo de la Shell local
o la Sociedad Rural de Gualeguaychú,
porque, dentro de la ciudad
‘no aceptan discrepancias
de ninguna manera’.
Y,
entonces, a su aporte inicial,
que es el de haber puesto
muy celosos márgenes
a la impunidad empresaria
de los proyectos pasteros
allende el río (y la
frontera, como tan sabiamente
nos lo recuerda Roos) en cuestiones
de contaminación ambiental,
le podríamos empezar
a agregar este otro aporte
a un compromiso más
general con los problemas
del capital(ismo) depredador
que caracteriza al mundo desde
hace medio milenio, pero particularmente
desde hace medio siglo con
la imposición de la
modalidad estadounidense de
capital global + american
way of life. El del reino
del use y tire. Del gasto
irrestricto. No ya del consumo
sino del consumismo. El capital
que en lugar de defender la
durabilidad defiende la obsolescencia
como treta para incrementar
la producción y el
gasto; el reino de lo efímero,
en suma.
Si
la ACAG avanza hacia las causas
de la defensa del planeta
(que inevitablemente y cada
vez más implica una
negación del orden
capitalista) será muy
bien recibida y su aporte
resultará memorable.
Si persiste en la resistencia
a un único cuco, que
cómodamente aparece
situado fuera de frontera,
y además es chiquito,
repetirá una vez más
una de las leyes de Murphy,
con la que hemos abierto estas
consideraciones.
Luis
E. Sabini Fernández
Periodista especializado en
cuestiones de ecología
y ambiente. Docente de Ecología
de la Cátedra Libre
de Derechos Humanos de la
UBA, Facultad de Filosofía
y Letras. Editor de la revista
futuros (ecología,
política, epistemología,
ideología).
Bs. As. 23/12-2006
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