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Autor premiado por su cuento “El parrillero” en el II Concurso Literario de la revista El Abasto, Pecados Capitales, gula (2005). “Dinastía” compitió en el pecado soberbia.

La dinastía

- ¡Las llaves! ¡las llaves! Ahora, no bien el patético Júpiter dio el último fétido suspiro, tengo que comenzar la depuración, de la que depende que pueda ejercer el papel que me corresponde.
Hurgó en la cadena que colgaba del cuello del muerto. Sí, ahí tenían que estar, en qué otro lado, los atributos de poder del fundador de la dinastía. Retiró con cuidado la cadena con las dos llaves. Ordenó el pijama, las sábanas, las mantas, la silla. Todo listo para el velatorio, el inevitable último acto, la última ficción, la última coreografía servil, sólo que ésta únicamente para los presentes, él, si ve algo desde el otro mundo, percibirá, por primera vez su odio, su desprecio y por primera vez también para el sucesor, la sensación de victoria del sobreviviente. No completa, todavía, pero ya tenía las llaves.
Y lo que costó esperar este momento. Días eternos (no recuerda cuantos) al lado del enfermo, luego moribundo y al fin muerto, obsequioso coreuta de su infinita, insoportable, inaceptable, soberbia. Aprobando, aplaudiendo, alabando (¿como pudo?) cada gesto, cada manifestación, cada relato, repetido hasta el cansancio, de su plan de fundación de la dinastía superior.
-Y por qué superior, te repito. Porque es la prolongación de mi superioridad individual sobre cada uno de los vivientes del planeta, superioridad probada, comprobada y ratificada en cada ocasión en que tuve que accionar con o contra cualquiera de ellos. No es que sean inferiores, es que yo soy superior, infinitamente superior a ellos. Y no producto de la educación recibida, las condiciones de vida, lo que fuera que me indicara como resultado de la casualidad histórica, que me tocó como podía haberle tocado a cualquier mierda que hoy deambula por el planeta. - Soy genéticamente superior. Esto podría parecer racismo, si no fuera que se trata del predominio de un solo individuo ahora, con vos, de dos individuos, la dinastía- sobre cualquier raza, sobreviviente o ya extinta.
- Es era, por suerte- un hijo de puta. Siempre, hablando de “nuestra” superioridad, refregándome su olímpico plus sobre mí. Soy el primer ejemplar, el original, digamos, de lo que, si cumples mis indicaciones, será la dinastía más poderosa de la tierra. Dinastía, no raza, porque nuestros individuos no estarán contaminados por ningún ejemplar de la fauna de la biodiversidad pululante, sino que portará el estandarte del biotipo privativo de la dinastía. Para ello es que construí este imperio económico y acumulé esta fortuna insultante, que me permite no depender de nadie que obstaculice o aproveche mi camino. En su momento vos te encargarás, pero sólo luego que yo haya muerto. Te dejaré indicado todo, luego de asegurarme que inexorablemente respetes mis indicaciones.
Lamentablemente, para él, el accidente no le dio tiempo para indicaciones. De la cabina del auto destrozado sólo salió un charlatán agónico, que repetía y repetía y repetía la homilía de su brillante fundación dinástica. Pero de las boludeces que tuve que aguantar logré desentrañar las claves del proyecto. Proyecto que me eternizaría como el segundo, el superior pero no tanto, el mero ejecutor.
- Ésta es la puerta de la sala “freezer”. Abro con la primera llave. Para romper ese destino impuesto, para reponerme al lugar que seguro me corresponde, sólo tengo que realizar el acto que destruye definitivamente la cadena de la dinastía esclavizante. Acá está la vitrina de los recipientes. Con la otra llave. No puede haber iguales entre superiores. Abro la canilla de la pileta, vacío cada uno de los recipientes, dejo correr el agua mucho tiempo.
- No quedan más embriones clonados. Soy el único superior.

Carlos Adalberto Fernández

Revista El Abasto, n° 88, junio 2007.

 
 


 

 

 

 

 

 

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